"Esto es el alma de organillo", sonríe Fernando Ochoa mientras levanta la tapa y descubre un enorme rodillo tachonado de púas de varios grosores y alturas. "Son las notas. Aquí dentro hay 10 canciones", dice con orgullo, casi como si lo hubiera construido él. El honor no es suyo, sino de Antonio Apruzzese, el músico y artesano italiano que introdujo los organillos en Madrid. Pero Fernando, de 31 años, puede presumir de ser su heredero natural.

<<Ni Ayuntamiento ni Comunidad quieren hacerse cargo de los instrumentos>>
Siendo un chaval, empezó a hacer recados en el taller para ganarse unas propinas. Poco a poco, el abuelo, como llama cariñosamente a Apruzzese, le enseñó a afinar y arreglar organillos. Cuando murió, sin descendencia, Fernando, gerente de una empresa de helicópteros, y su familia compraron el negocio. Hasta ahora. Durante años, han alquilado los ocho organillos que conservan y los han llevado a las fiestas de San Isidro y La Paloma. "Pero con esto no se come", se lamenta. Por eso, y porque él y su hermana Carmen ya andan bastante liados con sus respectivas profesiones, han decidido que este año es el último. Después de San Isidro, se acabó.
"Me da pena, claro. Pero, ¿qué puedo hacer?" Es su padre, de 71 años, el que toca los organillos. "Y no queremos que haga ese sobreesfuerzo", asegura. Alquilar un organillo, con transporte y tocador incluidos, cuesta cerca de 400 euros, en Madrid. Fuera, más. Ahora mismo, el padre de Fernando está en las fiestas de Valladolid con un organillo, al que llaman De la Reina. Es uno de los últimos encargos previos a San Isidro. A Fernando se le nota la afición cuando cuenta de dónde viene el nombre: "El abuelo contaba que la Reina Sofía vino a la tienda y quiso comprar el organillo. Él dijo que ni hablar. Es el Stradivarius de los organillos; tiene una sonoridad especial. No ha hecho falta afinarlo nunca. Él sabía que había hecho su mejor instrumento".
Cuando Apruzzese murió, Fernando tenía 20 años. "Empezó a enseñarme a tocar el piano, para poder componer y fabricar organillos, pero no le dio tiempo", cuenta. Así que Fernando no sabe música, pero sí la mejor manera de tocar estos instrumentos portátiles que tantas verbenas animaron en la gris posguerra española. "El chotis hay que tocarlo más lento. La jota es la más rápida", alecciona mientras empieza a girar el manubrio para que suene un clásico de la tuna: "Esto es Clavelitos. Os suena, ¿no?".
Fernando salta de organillo en organillo para mostrar lo bien que se portan a pesar de su edad. Ninguno tiene menos de 60 años. Pero hay uno especialmente valioso, con historia. Calcula que se fabricó hacia 1890, en Italia. Fue uno de los que trajo la familia Apruzzese cuando llegó a España. "Lo llamamos El abuelo." Sobre la tapa aún descansa una fotografía en blanco y negro. Valladolid. Donde el italiano conoció a la que sería su esposa. Con ella abrió después su negocio en Madrid y tuvo un éxito enorme. Sus melodías para organillo llegaron a editarse en disco. "El as del organillo", proclama desde la pared de la tienda la portada de uno de ellos.
Poco ha cambiado en este local de la Carrera de San Francisco desde que Apruzzese falleció. Fernando no ha querido tocar nada. Ni la decoración -páginas de revistas antiguas de San Isidro, muñecos de chulapas y chulapos, fotos de familia- ni las herramientas que usaba el maestro para fabricar sus famosos organillos. Le trae buenos recuerdos. "Me encantaba pasar horas aquí, en silencio, afinando."
En sus viajes acompañando a los organillos, Fernando solía "investigar" para descubrir instrumentos. Décadas atrás, era habitual que los pueblos cabeza de partido tuvieran su propio organillo para las fiestas. "Nunca encontré ninguno en buenas condiciones", se lamenta. La humedad, el calor y el olvido pudieron con ellos. A veces, también la desidia. Un alcalde de un pueblo tenía un organillo en su casa. Le extrañó verlo en el comedor y, al abrirlo, descubrió que estaba "destripado y convertido en mueble bar".
La familia Ochoa busca ahora otro lugar para guardar sus tesoros. Alquilarán el pequeño local, que también hace las veces de humilde Museo del Organillo, para sacarle un rendimiento. El futuro de los organillos está en el aire. "Lo ideal sería que estuvieran todos juntos en un espacio para que la gente pudiera verlos, para que perdurara la tradición. Esto es la esencia de muchos años de la historia de Madrid", defiende Fernando.
Ve más factible que sea un "ricachón" el que se encapriche con ellos para su colección privada que una entidad pública los compre y los muestre. Se lo imagina porque ya lo ha intentado con la Comunidad y el Ayuntamiento. Sin éxito. La colección entera costaría casi medio millón de euros. "Lo mismo que el contrato de los sacapuntas de tal administración", ironiza. ¿Le escucharán?
Fuente: El País